El contrabando es una actividad propia de todas las zonas de frontera. En el caso del Pirineo, el comercio entre ambas vertientes es un hecho inmemorial, pero también lo es el hecho de que, en el momento en que los gobiernos tratan de aplicar medidas proteccionistas, e incluso de cerrar el tráfico de mercancías, los contrabandistas toman el relevo de los comerciantes. De esta forma, el contrabando no sería más que la continuación del comercio propiamente dicho, eso si, al margen de la Ley.
Los pasos utilizados habitualmente por los contrabandistas eran los más difíciles, y que estaban menos vigilados, evitando siempre los puestos aduaneros, como San Nicolás de Bujaruelo. En el caso de estas tierras, Rafael Andolz nos cuenta que «Los de Torla y los de Broto utilizaron tres rutas preferentemente: primera, por el puente de San Elena a Fajaguasa, Gabieto y Gabarrús; segunda, por el puente de Santa Elena, Otal, puente Oncins a seguir por la Crapera, por las planas de Cullandra y el ibón de Bernatuara y tenía una variante por el puente de Ordiso, collado de Alba y Francia; la tercera era por Ordesa, Cotatuero hasta la Brecha de Roland.
Para comprender la trascendencia del contrabando en esta parte del Pirineo, sería bueno recordar algunas de muchas de las alusiones que existen acerca de él.
En 1794, el comisario Francisco Zamora escribía en la crónica de su viaje por el Alto Aragón: «Se hace mucho contrabando de duros por esta zona, los toman en Zaragoza los de «Sarbisé», «Otto», Torla, etc.
Muchas veces, el contrabando era llevado por «bandas internacionales» bien coordinadas, los barechanos subían la mercancía estipulada hasta la misma frontera, y los bergoteses hacían lo propio por esta vertiente. Se reunían en el puesto convenido e intercambiaban los respectivos «paquetes». Este sistema, ya utilizado en el siglo XVII, se mantuvo durante mucho tiempo, como lo demuestra el que todavía en 1858 A. Tonnellé escribiera:
«… he encontrado en el camino una banda de contrabandistas cargados de grandes fardos de tela, que llevaban atados por una especie de cinta que les rodea la cabeza. Llegados al alto (Brecha de Roland), algunos son enviado delante como avanzadilla, en la vertiente española. Silbidos como señal. El jefe español de las mercancías, sucio y harapiento, llega a lo alto de la Brecha, discute con ellos, exigiendo bajen los fardos más abajo, cuestión que está fuera de lo convenido; son perseguidos a tiros por los carabineros, obligados a abandonar los fardos y huir».
Hubo gentes que, sin duda alguna, se hicieron ricos con el contrabando, pero también fueron muchos los que se dejaron la vida en las alturas, abatidos por tiros de los carabineros, víctimas de súbitas tormentas o despeñados por algunos de los múltiples precipicios de los puertos. Un ejemplo de ello es el caso del sastre Muro Solana, que perdió un pie por congelación en las inmediaciones de la Brecha de Roland, cobijándose en la Espluca de la Brecha, aunque tuvo más suerte que sus tres compañeros de la vecina localidad de Broto, que no pudieron salir de allí para contarlo.
Las mercancías que se pasaban de un lado para otro de la frontera eran de lo más diverso, dependiendo de las épocas y de la carestía de las mismas en la otra vertiente. De Barecha (Francia) venían productos como sardinas, telas, mantequilla, quesos, agujas, maquinaria de reloj, ajuares, navajas o esquila, pero, fundamentalmente, ganado, mulos, yeguas y, en menor medida, cerdos y cabras. De esta parte hacia Francia se enviaba lana, ajos, sal, azucar, canela, cerillas, tabaco, aceite de olva, aguardientes, vino de Cariñena o vajillas.
Pero cuando la frontera, llegó a ser controlada de forma efectiva fue realmente a partir de la Guerra Civil, en pleno siglo XX, y por motivos más políticos que económicos. El contrabando desapareció entonces y con él un sistema de relaciones entre las dos vertientes del Pirineo que había durado cientos de años.
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